Me entró su muerte como el sol aplastante que caía sobre la plaza aquella mañana de mayo y cruces. Contuve la palabra para dentro, mientras sentía una mano invisible que me invitaba, otro año más, a ver el colorido de la procesión desde la puerta de su casa de la calle Amargura. Feliciano Bando era el amigo, el barbero, el pintor, el poeta que nunca se movió de su sitio. Atado o nacido para su pueblo, siempre encontró en los refugios largos del tiempo, metidos entre su zaguán y su corral, el paso constante de las estaciones.
Le tuvo las cosechas de la vida mirando la transparencia de sus deidades más cercanas. Tocaba la palabra al son de las tijeras, mientras sus dedos orlaban simpecados con hilos de plata, lienzos de colores casi intocables, poemas floreados de vírgenes y patronas, cual ermitaño, guardián y celador del paso silencioso de las viejas tradiciones de su pueblo. Sus emociones eran de ritmo lento y paulatino, sincronizadas por el martilleo sonoro de las campanas de la parroquial de san Bartolomé.
"El mirón de la calle" como supo autocalificarse, impregnó sus enormes ojos en la sensación de lo cotidiano y la temporalidad inevitable medida por la regularidad de los oficios y pautas religiosas que lo formaban. Supo del adorno de los pasos, el color de los mantos, la liturgia de la costumbre, el hábito preciso de las observancias, críticas y consejos. Me cuesta, al pasar por su calle, pensar en la ausencia definitiva. No dudo que la memoria lo revivirá durante mucho tiempo con sólo ver las estelas de luz a cualquier hora de un día en Rociana, y espero que sus gentes lo evoquen, aunque sólo sea para remembranza de los no olvidados. Ahora sé que hay seres que no necesitan más espacios para vivir y morir en paz que aquel donde nacieron.
Le tuvo las cosechas de la vida mirando la transparencia de sus deidades más cercanas. Tocaba la palabra al son de las tijeras, mientras sus dedos orlaban simpecados con hilos de plata, lienzos de colores casi intocables, poemas floreados de vírgenes y patronas, cual ermitaño, guardián y celador del paso silencioso de las viejas tradiciones de su pueblo. Sus emociones eran de ritmo lento y paulatino, sincronizadas por el martilleo sonoro de las campanas de la parroquial de san Bartolomé.
"El mirón de la calle" como supo autocalificarse, impregnó sus enormes ojos en la sensación de lo cotidiano y la temporalidad inevitable medida por la regularidad de los oficios y pautas religiosas que lo formaban. Supo del adorno de los pasos, el color de los mantos, la liturgia de la costumbre, el hábito preciso de las observancias, críticas y consejos. Me cuesta, al pasar por su calle, pensar en la ausencia definitiva. No dudo que la memoria lo revivirá durante mucho tiempo con sólo ver las estelas de luz a cualquier hora de un día en Rociana, y espero que sus gentes lo evoquen, aunque sólo sea para remembranza de los no olvidados. Ahora sé que hay seres que no necesitan más espacios para vivir y morir en paz que aquel donde nacieron.
Fuente: Antonio Ramírez Almanza - Odiel Información (Mayo, 2008)
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